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El horror calientito/ Javier Ernesto Contreras

31 octubre, 2011

Se siente un hueco en el estómago, uno se desploma, cae, cae, al vacío; el sudor de las manos empapa todo; la boca seca, tan seca que parece que uno ha mordido gis; la saliva espesa como estopa; el cuerpo rígido; en ocasiones tiemblan las manos y los pies; castañean los dientes; aparece el acto reflejo de brincar; los ojos dilatados, como platos diría mi madre; todos, elementos de algo que en algún momento hemos sentido: el miedo.

¿Quién no tiene algún miedo secreto, inconfesable, capaz de suscitar un temor acusado y persistente? No hay valiente que no haya vencido el miedo, así todos hemos sentido el miedo, valientes o no. Hay algo a lo que le tengo mucho miedo, pero no un miedo breve, que también se le conoce como canguelo,[1] sino una pavura, casi llegando al terror. Tengo que confesar que tengo horror a las ratas, unos le llaman musofobia, otros ratafobia, otros más ratatouillefobie, otros políticofobia, como quiera que se llame, en el caso particular me produce terror las ratas.

Recuerdo que una vez fui de aventura adolescente, chupadora, a estar en la esquina con los cuates; y al momento siguiente estar arriba de un carro e ir rumbo al Jaral de Refugio, Guanajuato. El carro estaba todo desvencijado, entraba el aire por todos lados, todos íbamos cubiertos con una chamarrita, con un sweater, con una sudadera. El frío era implacable, la caguama pasaba de mano en mano, de boca en boca. Íbamos como seis o siete canijos, sin dinero, con el gusanito de la aventura. Llegamos a la ranchería y los familiares del compa nos llevaron a una casa de piedras, con el piso de tierra apisonado, era la cocina, donde estaba el comal, todo oscuro, ahí nos dijeron “duérmanse, chamacos”.

Como llegamos ya en la madrugada, a eso de las 3 de la mañana, el frío pegaba recio, el alcohol había hecho estragos. El sueño y la conciencia de que ahora sí me iban a chingar en mi casa, comenzaron a rondar mi mente, además estaba ese miedo que da lo desconocido, aquello que no te da certidumbre. Todo se apoderó de mí.

Nos acostamos, todos hechos bolas, el suelo estaba duro y con desniveles, nada de una almohada, ni cobijas. Con todos esos fantasmas intenté dormir, me daba vueltas, para un lado, para el otro, me empujaban “hazte pa’lla”, “no, mames, deja dormir” “ay, cabrón, hace un putamadral de frío”. Nos reíamos, intentando dormir, cada uno con su costalito a cuestas, claro, haciéndose los machines, los cabrones.

El sueño se fue apoderando de todos, comenzaron a escucharse los ronquidos, los gases saliendo, todos ahí apelotonados. Estaba dormido, cuando sentí un peso en el estómago, un peso que me despertó; solo me quedé quieto, no me moví, me quedé así pa-ra-li-za-do. Comencé a pensar que era una rata… ¡una rata en mi estómago!, ¡ay, mamita!

No sé cómo, pero aquel que tiene una fobia, como que se regodea en saber de ella, por ejemplo, cuando caminaba por las calles, las avenidas, en esta ciudad sucia con olor a fritanga, recorrí durante mucho tiempo la ruta del Metro Merced a la Preparatoria 7, que estaba en La Viga. Siempre que veía hacia el suelo me topaba con una rata; miraba su movimiento de esconderse, con el pelo crespo, gris, o negro, con la cola larga. Claro, me espantaba, si iba solo, me permitía un grito contenido, si iba acompañado, aguantaba, aguantaba. Siempre veía yo a la rata; los otros, como si nada, seguían clavados en la plática.

También una vez leí o escuché una historia acerca de la tortura, pero de la china, que dicen que es la más cabrona y cruel, unos hasta dicen que es refinada.[2] El chiste es que del martirio que recordé en esos momentos, con algo calientito en mi estómago, ese algo que me tenía paralizado, apeñuscado en mi miedo. La tortura consiste en que ponen al prisionero en una plancha, amarrado de pies y manos, sujeto también del tronco, completamente inmovilizado, luego traen una campana de cristal, traen también un brasero. Ponen la campana de cristal encima del estómago del prisionero, meten una rata, encima el brasero caliente, para que el calor encerado en la campana, una vez que se caliente, abrase a la rata atrapada en la campana, busqué así una salida y comience a roer el estómago del prisionero, una rata royendo las entrañas, buscando la salida entre las tripas.

Ahí me tienen, con el peso en mi estómago, con la sensación calientita, pero aterrorizante, en un lugar que no conozco, todo oscuro, sin poder gritar, ¿pues cómo? No seas puto, me repito, mi cabeza dando vueltas a posibilidades, por ejemplo, chitar, o hacerme el valiente y empujar con mis manos, pero claro, yo, paralizado. Así ese miedo se convirtió en angustia, en un terror ensimismado, pues no me atrevía a gritar, no podía moverme, solo yo y mi miedo, claro y la cosa caliente.

No sé si pasaban los minutos, o los minutos se habían detenido y se habían convertido en horas, el tiempo en esos momentos es largo, largo. Así descubrí cómo entre cada instante hay abismos, el mío estaba en mi panza, calientito, en mi cabeza, aposentado. Uff, fue una chinga, pero no me movía.

Amaneció. Para mí fue como una bendición, como un momento de salvación, era una forma de salir de ese infierno, claro sin Dante. Sin más sensación que la sorpresa de que había pasado el tiempo. Cuando levanté la cabeza, cuando mire en mi pancita, ¡ah!, con sorpresa descubrí que había un gato pequeño, acurrucado, que dormitaba, como siempre lo hacen los gatos, impasible. Sólo yo sabía lo que en esa madrugada me había hecho vivir el terror calientito.


[1]  Se le llama así por el aflojamiento de los esfínteres ante una situación que nos produce miedo.

[2]  Hay un libro de Salvador Elizondo (escritor mexicano), llamado Farabeuf, que nos habla un poco de ello.

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  1. Anónimo permalink
    8 enero, 2012 12:25

    amor siempre tan creativo te felicito, ojalá tus hijas hereden esa imaginación que tienes.

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